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- Esa mujer.
- ¿Cuál?
- La de saco rojo...
El año anterior habíamos pasado las fiestas en un hostal perdido entre el mar y la montaña, al sur. Necesitábamos una luna de miel, según ella. El año se empieza frente al mar, según yo. Seguramente los verdaderos motivos eran los que poníamos al abrigo incluso de nosotros mismos. El hostal estaba prácticamente vacío. Un recepcionista que, además, hacía de mozo a las horas indicadas. Un pintor con acento extraño y una mujer de rasgos locales pero con ropa de acento extraño. Siempre el mismo saco rojo. Siempre una mirada que, de tan presente, parecía calar en el silencio. A veces estaba tras el mostrador de la recepción. Mirando. Muda como piedra. Una mañana la vimos en la playa. Era temprano y la bruma aún no se levantaba. Desde la ventana la escena era un poco fantasmal. Y fantástica. Estaba sentada en una silla mirando hacia el mar. El pintor tenía los pies adentro del agua helada. Fue una de las conversaciones más austeras y profundas que tuvimos después de muchísimos años. Decíamos de nosotros sin hablar de nosotros. Una tarde me la crucé en la verja, venía en bicicleta. Traía el canasto lleno de berros húmedos. Me ilusioné con la ensalada de la cena (en vano). Nos saludamos con un gesto en la cabeza. Cuando ya nos habíamos cruzado preguntó ¿Usted sabe lo que guarda el vientre del mar? No supe si darme la vuelta y continuar con la conversación o si hacer como si no hubiese oído (yo no sé lo que guarda el vientre del mar). No tuve que decidir, ella había desaparecido.
Llegamos a tiempo al museo. La muestra se llama “La duración”. Casi todos los cuadros son paisajes del mar, salvo uno. Todos casi iguales a sí mismos. Una luz nueva, un barco a lo lejos, más bruma, más luna. No la repetición, sino la reincidencia. Cuando la vi en el único cuadro que no tenía mar dije:
- ¿Sabés por qué esta muestra se llama “La duración”?
- ¿Mm?
- Porque eso es lo que guarda el vientre del mar.
- ¿Quién te dijo eso?
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