EMMA FLORENCE HARRISON, Australia 1877-1955 |
El ganado estaba fuera de peligro. Habían logrado cruzar la corriente del río. Hacía horas que los perseguían. Conocían la montaña, había leña recogida, los sitios tenían el santo y seña que no podían reconocer (no eran capaces de ver) los wincas. Tenían los colores, los olores y las formas del terreno, pero ellos tenían avidez. Ella quiso quedarse, encender el fuego, distraerlos. Dijo que las semillas del Canelo habían dicho su nombre, habían dicho que la bruma del bosque besaría la sangre de sus párpados esa mañana. Que sus muertos estaban en el valle, que la edad no existe, que su niña y su anciana hablaban juntas, que fuera. Que se quedara. Que no temiera. Luego llegaron los blancos y todas sus palabras malas, sus pensamientos malos. Junto a ella se habían desvelado las buenas machi. No pudieron herirla. Fue la sirena que, todos vieron, acababa de hundirse. Un tropel de guanacos levantó polvareda, un cardumen de truchas puso dorado el río. ‘Acá están mis muertos. Acá están mis hijos’, dijo. Pertenecemos. Esta tierra. Y sonrió.
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