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Tere la torpe



La calle que llevaba a la casa hacía una curva desde la ruta. Parecía desaparecer entre los árboles de ambos lados que la cubrían hasta llegar al río. El hijo mayor nació el día que se firmó el contrato de compraventa. “Llegó con una casa bajo el brazo”, le gustaba decir.

Eran solo dos las casas con habitantes permanentes en un radio de varias manzanas. El resto de las casas eran de fin de semana. Los “permanentes”, hombres todos y varias décadas mayor que ella, hicieron una especie de pacto de caballeros y alardeaban entre sí las maneras en las que cada uno cuidaba a esta mujer sola con un niño que por un breve tiempo fue la rareza del barrio.

El vecino de enfrente estaba atento a su llegada y partida, la ayudaba cuando se quedaba sin luz o se le acababa la garrafa. Siempre atento. El señor de la bicicleta le traía estampitas y rosarios para que pusiera cerca de la puerta como protección adicional, porque, le contó el vecino de enfrente, que un día le había dicho que, cuando ella llegaba de noche, él estaba en el camino del colectivo (sin luz desde la ruta hasta la casa) y la seguía hasta que entraba con el niño. Le mostró un arma. “A la Martina la protejo yo”, le había dicho haciendo asomar el arma debajo de la camisa Ombú. La única vez que Martina sintió miedo fue cuando se enteró de esta historia.

Otro hombre que vivía más lejos solo aparecía durante el día. Vendía carqueja. Le explicaba las bondades de su producto que, además de curar el estómago, si se giraba el ramillete, también servía de escoba. Se llamaba Eligio, le decían “Borrachito”, porque sí, porque bebía. Como ella nunca cerraba la casa con llave (“Me va a salir más caro comprar una puerta nueva que reponer lo que me podrían robar”, insistía) una tarde cuando volvieron de la playa se encontró a Borrachito durmiendo la siesta en el sofá cama del living. ¡Don Eligio! ¿qué hace acá? Me va a matar de un susto. Me tiene que avisar. Él le respondió con una lógica imbatible: “Si usted no estaba, ¿cómo le iba a avisar? Se dejó la puerta abierta, me quedé a cuidar hasta que llegara ¿va a comprarme carqueja?” No. Pero quédese a cenar.

En poco tiempo (un año o dos) la zona comenzó a poblarse con residentes permanentes. Jóvenes profesionales que elegían un lugar cerca del río a una distancia de la ciudad, en colectivo, que demoraba lo mismo que desde un barrio al centro, sobre todo si trabajaban en la zona sur (donde trabajaban casi todos, porque la ciudad universitaria se encuentra por ahí). Artesanos, músicos, hippies, practicantes de terapias New Age y, como decía la madre de Martina, personas que necesitaban ocultarse (se refería a un juez federal que vivía allí y era famoso por sus curdas violentas).

La vida de Martina también se pobló, conoció a Diego, quien tardó poco en trasladar su placar e instalarse con ella y el niño. Se amplió la casa, llegó un nuevo niño y luego otro. Ahora la galería era grande y las puertas se cerraban con llave.

Los nuevos habitantes se fueron encontrando y juntando, sentían una afinidad, una conexión que se basaba puramente en que habían elegido ese lugar para vivir. Se enriquecían, se convencían unos a otros de que compartían algo esencial. Algo tan abstracto como la edad del río o la llegada de las garzas. Podía ser absurdo, pero ellos se sentían en comunidad.

La sede de la comunidad pasó a ser la casa de Martina. Todos los días, sin excepción, había gente en la casa para cenar, para almorzar, para desayunar. A la hora que saliera a trabajar o llegara de trabajar la comunidad estaba presente.

- Hoy cuando salimos vimos que la casa de la esquina de las Tres erres estaba abierta. Los chicos entraron. Yo también. Es preciosa, Diego. ¿Te das cuenta cuál te digo?

- ¿Entraron a la casa sin permiso? No me parece bien. No vuelvan a hacerlo.

Un domingo al mediodía, durante el verano, la galería tenía, como era usual, una mesa larga de gente almorzando y conversando. Martina escuchó que la máquina se había detenido, se levantó, fue al lavadero, sacó ropa del lavarropas y salió a tenderla. De pronto tuvo una sensación rara. La actividad de colgar la ropa pertenecía a la intimidad. Rara era esa casa en donde ya no se distinguía el afuera del adentro. Tender la ropa en medio de una sobremesa donde todos podían mirarla la dejó a la intemperie. Una de las mujeres debió captar algo, porque se fue detrás de ella “¿Querés que te ayude?” No hace falta, gracias. De todos modos, se quedó. Y la ayudó. Hizo un comentario sobre el perfume del suavizante, que era el mismo que ella usaba. Martina se puso inquieta. Que no me cuente la marca de pañales que usa su bebé, por favor.

Volvió a la mesa y ofreció té o mate. Llevó el agua caliente a la galería, algunas tazas, yerba, azúcar. Uno de los niños se le subió a la falda, tenía sueño, se rascaba los ojos. Vamos a la cama, mi amor. Te leo un cuento. Tadeo el tardón, dijo Julio. Dale.

Se levantó de la mesa y el marido de la mujer que la había acompañado a la soga y olido el perfume de su suavizante y de sus calzones le preguntó “¿Volvés? Porque vos como anfitriona sos un poco escapista”. Vos como invitado sos un poco pelotudo, pensó. Hizo como si no hubiese escuchado y se fue.

Llamó a sus otros dos hijos, les preguntó si no querían escuchar un cuento. No. Estaban arreglando el karting. En la habitación insistió, ¿cuál querés, Tadeo el tardón, Sara la seria o Tere la torpe? La Tere es “amorable”, dijo, y se quedó dormido. Prendió el ventilador de techo y leyó los tres cuentos para ella. Volvieron a parecerle geniales. Se quedó un rato recostada al lado de su hijo.

Cuando regresó alguien ya había lavado los platos. Varios se habían ido, y los que quedaban se preparaban para ir al río en dulce montón.

- ¿Venís?

- Está Julio durmiendo. Lo espero. Voy más tarde.



Diego llegó cuando estaba la cena lista y los niños sentados a la mesa. Volvió con dos personas más. “Vamos a tirar unos chorizos a la parrilla ¿te contamos?” No. Ceno con ellos y me voy a la cama.

Nunca había tenido problemas de sueño. Tampoco ahora, pero quiso esperar despierta hasta que Diego llegara.

- Hoy Julio inventó una palabra hermosa.

- ¿Ah, sí?

- Dijo que Tere la torpe era “amorable”.

- ¿Quién es Tere la torpe?

Sintió que la lastimaba.

- Diego, por dios, habla conmigo.

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