El colectivo salía a las seis de la tarde desde la estación. Había comprado un asiento del lado del pasillo y en frente de la máquina de café para tener espacio con las piernas. O eso creí cuando compré el mismo número de asiento que la vez anterior, pero el colectivo tenía otra numeración y la máquina de café estaba en el espacio de al lado, junto a la escalera. Al menos, sí era pasillo. Acomodé la mochila entre las piernas y cerré los ojos. La mujer de adelante reclinó su butaca y sentí que me tocaba las rodillas, saqué la pierna derecha al pasillo. Un hombre enorme, con el cuello contra el techo del ómnibus y el mentón pegado al pecho me tocó el hombro y dijo, tengo el 13, con una voz suave que resonaba en los huesos. Me levanté para darle lugar ¿Cómo vamos a hacer?, pensé. Cuando me incorporé tuve que levantar la cabeza para mirarlo. Siempre había pensado que era una mujer alta, ahora lo ponía en duda. ¿Le molestaría si cambiamos?, preguntó con la misma suavidad y resonancia. Por supuesto que no. Pasé del lado de la ventanilla. Me preparé para una noche de viaje larga. No iba a poder dormir.
Cada vez que un pasajero subía las escaleras para ir al fondo del colectivo, el hombre tenía que guardar las piernas y hacer una serie de movimientos para darle paso. La mujer de adelante se incorporaba y lo miraba seria con el codo apoyado en el respaldo todas las veces, pero no levantó su asiento.
Cuando salimos el sol todavía estaba alto. Los días de fines del verano al lado de la cordillera siguen siendo larguísimos y los cielos demasiado azules, esta vez llenos de cirros altos, muy blancos, como plumas abandonadas por aves que han migrado.
Me puse a mirar por la ventanilla. El hombre sacó un libro pequeño de algún lado. Vi que era El llano en llamas en una edición vieja con dibujos en rojo y negro de flamas en la portada. Las páginas amarillentas tenían notas en los márgenes y subrayados de color. Las letras eran chiquitas y no había casi espacio entre las líneas. Pensé que me sería imposible seguirlas con estos ojos. ¿Lo ha leído?, preguntó. Me avergonzó mi falta de delicadeza en la curiosidad. Creo que no, respondí, o no me acuerdo. Si no se acuerda no lo leyó, dijo. En un tono amable, no condescendiente. Para mí fue todo un descubrimiento. Me marcó a fuego, ¿o debería decir a ‘llama’? Me miró con una sonrisa que devolví. Lo leí en Chile por primera vez, hace un par de años. ¿Usted se dedica a la literatura? Soy ingeniero ambiental. Estuve trabajando en Chuquicamata y bajaba a Antofagasta todos los viernes a un curso sobre literatura que dictaba el Departamento de Ciencias Sociales de la universidad. Siempre me gustó escribir. Pero no es fácil, sabe. No es fácil armar los diques para que eso que uno ve que puja no lo desborde a uno. Si alguna vez le vinieron ganas de escribir, seguramente entiende de lo que hablo. A mí me asustó muchas veces. No es que tuviera una idea que yo quisiera contar. Tampoco, como dicen, algo que ne-ce-si-ta-ra decir. Marcó cada sílaba lentamente, con una voz íntima, como si yo, esta desconocida, no estuviera ahí. Más bien es como algo que empieza con el sonido de unas palabras que a mí me dan ganas de anotar y de leer en voz alta. Luego me viene ganas de juntar esas palabras con el sonido de otras palabras. Y esa magia de volverse voz y tener imagen es muy potente.
El colectivo había salido ya de la zona del oasis. Yo me había perdido la hilera de álamos a los costados de la ruta que, seguramente, daban indicios de colores del otoño. Habíamos andado un par de horas, estaba oscureciendo y el tiempo había pasado volando. Llegamos a La Unión. Podíamos descender y comprar algo para la cena. Le pedí permiso para pasar y bajé. Se habían encendido las luces de la calle y sobre el cemento había miles de escarabajos negros enormes. No se escuchaban zumbidos de alas, solo escuchaba cómo crujían los lomos debajo de nuestros zapatos. Era imposible esquivarlos. Dudé en seguir, pero tenía sed y faltaban muchas horas de viaje. Cuando volví al colectivo todavía escuchaba ese ruido horrible, aunque apartaba a varios antes de cada paso, seguía habiendo alguno que terminaba aplastando.
¿Sabe lo que me impresionó de Rulfo?, preguntó como si no hubiera habido interrupción. Que el paisaje es un personaje. Si usted ha estado alguna vez en Atacama habrá podido comprobar que eso es así. Allí de forma muy patente, pero siempre a su forma, aunque nos resulte imperceptible. Los cursos de la universidad eran para enseñar a escribir. Las formas de la literatura. En seguida supe que estaba en el lugar indicado, donde lo que sabía hacer servía para lo que quería hacer. Tuve que leer muchísimo. Tuve que analizar formas de escribir. Hay algunas ideas entre la gente que escribe, ¿sabe? Y son bastante hegemonizantes. Están los que creen en la inspiración y en el poder catártico del lenguaje. A veces encuentran ese efecto purificador, supongo, pero eso no es exactamente “lo mío”. Subrayó esas palabras. Luego están los otros escritores que creen que, si es simple, si las palabras son llanas y si hablan de las cosas más mundanas, la literatura se convierte en un producto democratizante o algo por el estilo. Lo cierto es que a mí no me interesa la literatura como producto, ni creo en la democracia. O al menos en estas, en las que lo único que se democratiza es el consumo. En los cursos, a mí me interesaba encontrar dos cosas: el grosor del hierro y la espesura del cemento que necesitaba para armar mi dique y el tipo de estructura con la que yo podría convertir mi muralla en literatura. ¿Qué le da tanto miedo? El miedo, dijo. Hay algo que irrumpe, incontrolable. Para mí escribir no es catarsis, es dique.
Había levantado el posabrazos entre los asientos, ahora el brazo de él se apoyaba levemente en mi costado. Lo que hubiese supuesto una enorme incomodidad se había transformado en un gesto infantil, desprevenido.
Se hizo un silencio largo. Tenía mil preguntas para hacerle, pero no sobre el escribir, sino sobre el vivir. Hacía apenas unas horas habíamos hablado por primera vez. Eso era llegar muy lejos. ¿Ahora se queda a trabajar en Córdoba?, pregunté al rato como para hacer más cómodo lo que nos quedaba de viaje. No, voy a tomar el avión a San Pablo. Tengo un contrato allí por cuatro años. Creo que es un buen plazo para escribir lo que tengo que escribir. Reparé en la palabra ‘tengo’ y guardé silencio. Voy a ensayar las formas que más me han gustado. Un cuento para cada forma. No voy a hacer como Rulfo que se la pone tan difícil a los lectores. Les voy a ofrecer indicios, tendrán algo de trabajo, pero no les llevará años. ¿Ya sabe sobre qué quiere escribir? ¿De qué se tratan los cuentos? Eso sí. Hace años que sí. Pero necesitaba tener estos planos, o cálculos, si entiende lo que quiero decir. Estoy muy entusiasmado.
Cuando llegamos a la terminal tuve que despertarlo para poder bajar. Yo no había pegado un ojo en toda la noche con la frente contra el vidrio y mirando cómo los faros de los coches que venían de frente primero parecían dos huecos en la noche y después se desgranaban como fantasmas luminosos en la bruma más cerca. Mientras esperaba que bajaran mis bolsos vi que entraba al edificio y se montaba a la escalera mecánica, todavía como si tuviese el techo del colectivo sobre el cuello.
Estaba amaneciendo. El cielo tenía tintes violetas y las nubes estaban tan bajas que casi podía tocarlas.
Dicen los de Luvina
Que de aquellas barrancas
Suben los sueños;
Pero yo
Lo único que vi subir fue el viento,
Ojalá llueva.
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