Como un mar están constantemente debajo de nosotros. Sin olas, pero no sin su habitual extensión. Sin agua, pero no sin rápidos que las acometan con furor. Su color es nuestra forma.
Eso es irreparable.
Esos espacios que arrancan superficies al azul imposible. Son un hueco. Un hueco de movimientos quietos.
Las recorren los insectos, las bitácoras y los temblores. Somos la raigambre sobre la que maduran sus frutos más amargos. Más dulces. El goce sin fin. Tienen uno o dos sentidos. Uno: el sentido de lo que sobra. Otro: el sentido de lo que falta.
Seres que se construyen sobre la humanidad ausente, sobre un silencio de estrellas que se disloca y huye. Nada las detiene, y la inmovilidad de la tierra también les pertenece.
Caminan sobre las dos orillas de los cuerpos hasta imprimir gemidos o una fruta carmesí en el contorno delgado de los huesos.
Se repliegan...
Y no es penoso andar cuando el océano se eclipsa como por encanto y el gran cíclope del mudo parpadea, y se suspende el remolino del tiempo.
Pausa brevísima.
Existencias de los bordes. En ellas bulle la nostalgia de la pura alegría.
¿A qué o a quién hay que pedir que en esta vida se repita la pureza?
A ellas.
Y al blindado sol que contrarresta. Y a esa delicadeza de las sombras que seguirá nombrando a las premoniciones como tales. Y a las aves como aves en una perpetuidad de homenajes sin sentido.
Ellas suplen el agua que no dan
Ellas montan las palabras
Ellas
Ellas,
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