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Las estaciones II


Kiyoshi Saito Steady gaze two cats-1960
https://www.wikiart.org/es/kiyoshi-saito
Había comenzado la temporada de lluvias un poco más temprano que el año anterior. En el trayecto hasta el aeropuerto con sus padres y hermana en el auto, Ana se abstraía de las conversaciones y los suspiros fijando la vista en los árboles que se desplazaban a la velocidad del coche. La lluvia no era muy fuerte, pero había arrancado algunas de las primeras flores de los palos borrachos. Había cierta elegancia en los pétalos sobre el agua. Ana seguía las líneas de los árboles con un sol debilísimo de fondo. A esa misma velocidad la cruzaban a ella escenas de su vida. 

Recordó algunos hábitos, el de tenderse en el sofá del departamento a mirar el techo si no podía concentrarse en la lectura. Las siestas con las cortinas cerradas y esa luz verde que entraba y se posaba en el blanco de la mesa. La música. Recordó el consultorio que había debido desarmar para partir. Los, ahora ex, pacientes que le habían derivado algunos profesores; y se sorprendió por lo sencillo que le estaba resultando abandonarlo todo. 

Había terminado la carrera en tiempo récord. Era una mujer capaz, estaba dotada del rigor lógico masculino y optó por una mirada del mundo en la que no cabía la melancolía. 

Transitó de nuevo, en las últimas cuadras, la desaparición de su hermano durante la dictadura y los tres años sucesivos de puro desgarro que sobrevinieron. Su hermano ahora era un mártir y su muerte no hacía más que nombrar la inexistencia de la justicia. Sin embargo lo que ella más amaba en él era de un espesor tan delgado que no cabía en esa muerte pública. Supo entonces que lo que duele nos recuerda otras felicidades y ella estaba alejándose, cediéndole al olvido cualquier homenaje. 

Se hizo a sí misma una promesa inexpresable. Se prometió entradas y salidas hacia a todas sus Anas, salvo la doliente. La desgracia quedaría cancelada. La vida sería cuestión de resoluciones y enterezas. No miraría atrás; y lo que se extendiera hacia delante tendría el brillo azul del acero con el que las oquedades negadas resplandecen. 

Supo, con la misma claridad, que quería marcharse de allí. Dejar al país, a su familia, a su vida. La voz de su hermana menor le hizo añorar a sus sobrinos, esos dos hijos que había tenido durante los años enlutados. Sentía que esos nacimientos estaban signados por una crueldad imperdonable, como si a cada niño lo hubiesen convidado a una suerte de compensación. Este pensamiento la estremeció. ¿Acaso hay devoluciones? El sinfín de la vida, ¿no debía reanudarse mucho más sutilmente? La historia pesaría sobre ellos como estigma. ¿Cómo hallar la libertad cuando lo que nos recibe en la vida y lo que se nos transmite en herencia es pura pena? 

Sólo los estudios la sacaban de la asfixia de sus pensamientos. Preparó un preproyecto de tesis para una beca en el exterior que aceptaron casi de inmediato. Esta inmediatez le dio al tiempo una dinámica tan acelerada que Ana quiso leer como esa señal que había estado esperando. Era su oportunidad de apartarse y empezar de nuevo. 

Dejó que entre David y ella el silencio se posara como el ave. Él formaba parte de las viejas felicidades, por eso le auguró todos los gestos del abrazo y se guardó para sí un augurio de flores asustadas. 

Se despidió de su familia cariñosa y decididamente. Su esperanza hizo que no se detuviera, ni volviese a preguntarse por sus sufrimientos. La alegría que iba invadiéndola era opulenta, y por tanto, difícil de ocultar. Remontar vuelo, ella, y la claridad esplendente de su entendimiento.



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