Fotografía de Carlos Martino - Urbanos y Humanos https://carlosmartino.com/#!/-urbanos-y-humanos/ |
Casi siempre era de día, por eso la magia pasaba desapercibida. Escupía un pan redondo con una colita arriba y cenizas en la base, caliente, muy caliente, para el mate cocido. Cuando había manteca las aureolas de grasa flotaban en la tazona de loza amarilla. Habitualmente no había (la luz eléctrica llegó cuando yo ya había empezado el colegio, y por eso conservarla era un problema) el dulce de duraznos alcanzaba. La primera vez que lo vi de noche fue para mí una especie de revelación. Juntaba ramitas —que no servirían de mucho— mientras ella encendía el fuego adentro de esa boca. Vi cómo sacaba las brasas y limpiaba el piso con el zuncho; yo atenta y muy sentada en una caneca agujereada. “Páseme los trapos mojados. Esos, m’hijita”, me decía y señalaba la batea. La vi tapar con esos trapos húmedos la tronera y salir a lo oscuro a buscar algo. La magia se hizo en el instante en que mi abuela acercó la rama de jarilla seca a la boca oscura. El hueco negro, totalmente negro, se llenó de chispas. Igual que el cielo de la finca por las noches. Esa vez, por primera vez, vi el cielo de la noche en miniatura. Todo, entero, en la boca seca del horno de barro de la casa. Me quedó para siempre la idea de que cocinar era una tarea del cielo. Una conexión de brillos, de centellas. Ya no usan la rama de jarilla para saber si la temperatura del horno es suficiente. Nadie se asoma a mirar por su boca que abre cielos. “Parecen estrellas, Yaya”, dije. “Como es arriba es abajo, niña”.
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