Fotografía de Carlos Martino - Urbanos y Humanos https://carlosmartino.com/#!/-urbanos-y-humanos/ |
Llegaba a casa subiendo la calle empinada de tierra sin bajarse de la bicicleta. En el canasto venía el pan de mandarinas que todos esperábamos. Llegaba a la clase, con sus 80 años, y nos enseñaba de qué se trataba la danza, de qué material estaban hechos los cuerpos, dónde se escondía la calidad de un movimiento. Todos los demás teníamos, por lo menos, la mitad de su edad (aunque nos duplicaba en mucho más). Las clases de técnicas corporales terminaban en danza ¿cómo se arma un diálogo, si no? Ella era capaz de encontrar la economía de cada movimiento, llenarlo de su gracia y de sentidos. El aplauso nuestro era la respuesta instantánea. Salía al unísono como un coro. Lo nuestro, en cambio, resultaba demasiado, parecía forzado, abarcaba más espacio y energía que la que hacía falta. Un despliegue. Un exceso. El pan también era pequeño y el aroma inconfundible —llegaba un poco más lejos de lo que huelen las cosas. La bici era vieja pero liviana, como ella. Mi casa se iluminaba con su pensamiento corporal, nos dejaba a todos la claridad de su nombre y de sus manos. Ella vino a mis sueños en bicicleta, con la boca pintada de rosa y los ojos delineados de negro. Me siento liviana, clara. Como si, hoy, por fin, hubiese alcanzado ese detalle, eso chiquito, único que aparece en la repetición creativa de las cosas y de los días. Gracias por la visita.
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