Fotografía de Carlos Martino https://carlosmartino.com/ |
Qué extraño aspecto tiene el mar cuando lo miramos solos.
Te invité al café esta mañana, para arrancarte de la casa, de los perros. Para sostenerte. Para tener dónde agarrarme. Te queda bien el pelo largo, la barba cana, te queda bien el aro, la conversación. Tenés gestos nuevos en las manos. No querés que llegue el silencio, no querés que algo nos arrastre, de nuevo, a donde acabamos de huir. Querés que no llegue la sombra. No quiero.
En una mano grata nos sosteníamos todos. En una mano que cerraba un puño calmo y nos calmaba. —Una mano parecida a la mía cuando aprieto los granos y dejo que resbalen—. Se cayó de ahí como deslizando, igual que se escurre un grano de arena o una gota de agua. Desapareció entre los dedos. —Ellas pueden confiar en mi puño, por eso se acercan a comer. Me rodean, sueltan plumas, hablan—.
En la mano grata que nos sostiene a todos las palabras no quieren decir, dicen. Risa. Juntos. Silencio. Algunos.
—Ellas esperan a que se abra mi mano, a que en el suelo aparezca el semicírculo, se arriman—.
En nuestra mano, en cambio, desde entonces nos arrimamos como en los inviernos, soplando humo, cubiertos. Hasta hace nada, acaecer no era más que un verbo y en él podíamos habitar. Ahora escuchamos cómo calla en los pasos de nadie que nunca llegan, vuelven, o se alejan.
El mar me toca. En su vientre el molusco hace la perla. A mis pies el agua hace la repetición. El agua con sus filones de luz distinta, con sus corrientes internas, desde la oscuridad más honda del mundo repite, no reincide. Las nubes que siguen haciendo el tiempo en el espejo del lago no reinciden. Repiten. Vos y yo hemos nacido no bajo el signo del cambio, sino del de la repetición. Y eso, qué bueno saberlo, es lo que realmente ha llenado nuestras vidas.
—Hoy vamos a comprar tu alimento a las gallinas—.
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